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Capítulo 3 de La estatua de azúcar


¿Qué lleva a un muchachito de quince años a seducir a su profesor de cuarenta y cinco? ¿Qué lo lleva a entregarse? ¿Qué lleva a un hombre de esa edad a acceder a tener encuentros con él? No lo sé. Lo que sí sé es que con Pedro Marcial experimenté momentos de infinita felicidad. Momentos que nadie me hará olvidar. Ni mi madre, que mató nuestro amor. No, no me arrepiento de esos momentos que inocentemente creí de amor puro. ¿Que qué sabemos a esa edad de la pureza? No, no puede hablarse de pureza ni de amor, quizá pueda hablarse de obsesión o calentura, pero no de amor. A esa conclusión llegó mi madre cuando se enteró de lo mío con Pedro Marcial, quien, en ese entonces, era mi profesor de educación artística. Hoy, sentado frente a mi computadora, recuerdo aquellas tardes que pasé a su lado. Y escribo.

Eran inicios de la década de 1990. Y aunque lo planeé todo, podría decirse que Pedro Marcial y yo nos conocimos por casualidad. Fue apenas un intercambio de miradas y, unos minutos más tarde, ya estábamos en su cama. Desde hacía varias semanas me venía quedando interminables horas frente a su casa, viendo a los muchachos que, descamisados, tomaban el sol en los camastros cerca de la alberca, en el jardín de su casa.

La mañana cuando lo conocí, como muchas otras, buscaba acostarme con alguno de ellos; sin embargo, esa mañana, todo el jardín estaba desierto. Di varias vueltas por el malecón. Los bañistas de la playa principal comenzaban a llegar. Y poco a poco, el ambiente se iba contaminando con sus risas. Cerca de las diez de la mañana divisé, a lo lejos, a Pedro Marcial. Instalaba su destartalado caballete cerca de la alberca, donde otras veces los muchachos se reunían.

Ya había visto a Pedro Marcial en otras ocasiones; sin embargo, nunca le había prestado atención. No era mi tipo. Fue la ilusión de pasarla bien la que me hizo caer. Me sonrió. Le sonreí de vuelta. Unos minutos más tarde vi cómo la pesada puerta de madera de la entrada se abrió; me limpié la arena; me puse la playera; subí la pequeña escalinata empedrada; atravesé la puerta y le sonreí. Me llevó a su cuarto. Era una habitación amplia, con enormes ventanas. Daba a la bahía. Encendió el acondicionado. Le dio play a Kissing to be clever. Me besó suavemente. Yo temblaba. Me desvistió. Torpemente me dejé guiar. Le quité la playera. Nos dejamos caer sobre la cama. Y entonces sentí la brutalidad de su verga.

Seguimos besándonos encendidos por el deseo. Guió mi boca por su cuerpo y me pidió que lo mordiera. Se desabotonó el pantalón. Me tomó de la nuca y luego me guió hasta su entrepierna. Metí su verga en mi boca para luego empezar a masturbarme. En cuanto me vine, él se levantó; se envolvió en una toalla, y salió de la habitación. Yo me limpié con lo primero que encontré. Regresó con una Coca-Cola y me la ofreció. Volvimos a besarnos cuando iniciaba la tercera canción del disco. Y cuando empezó la cuarta, yo temblaba; veía las gaviotas dar vueltas sobre las pequeñas embarcaciones de la bahía, mientras sentía su enorme verga entre mis nalgas.

Un par de semanas después iniciamos los cursos del tercer año en la secundaria y supe que lo tendría como profesor de educación artística. Cualquiera pensaría que cuando él se dio cuenta de que sería mi profesor dejaría de buscarme. Sin embargo, estuvimos viéndonos durante varios meses hasta que mis padres se enteraron. Eso no es amor, Julio. Es calentura, obsesión, una tarugada, eso es lo que es. Mañana voy a hablar con el director. Porque esto no puede seguir así. Me va a oír. En los días siguientes, corrió el chisme. A la noticia le siguieron, para Pedro Marcial, su despido y breve detención. Y para mí se dejaron venir las burlas, las miraditas, los insultos. A partir de entonces, me hice muy cercano a Isabel Rojo; quien por aquel entonces era más bien una muchachita tímida.

En mi niñez y adolescencia nunca me llamó la atención vestirme de mujer. Algunas veces, no lo niego, usé el maquillaje de mi madre, pero no pasaba de eso. Recuerdo entrar en su habitación, siempre oscurecida por unas gruesas cortinas. Era la habitación más fresca de la casa. Tomaba un labial y un esmalte para las uñas, siempre los más rojos. Las llevaba a mi cuarto, ponía el seguro mientras sentía crecerme una erección. Ya con la puerta cerrada me desvestía y me maquillaba frente al espejo. Era un ritual que se repetía unas cuantas veces al mes, con apenas unas variantes. Fuera de estos pequeños actos considerados femeninos, que siempre llevaba a cabo con muchas precauciones, no había conductas que delataran ante mis padres mi homosexualidad. Se enteraron cuando les dije que estaba enamorado de Pedro Marcial. Eso no es amor, Julio, es calentura u obsesión, pero no es amor.

Desde su despido hasta el día que volvimos a vernos, en el verano de 1995, pasaron casi cinco años. Por mi parte, mi amistad con Isabel Rojo se hizo cada vez más fuerte. Nos inscribimos en la misma preparatoria. Incluso se llegó a decir que éramos novios. Nos besamos en la fiesta de graduación. Recuerdo que no me sentí incómodo ni sentí la necesidad de aclarar ni decir nada, sólo seguimos bailando y esa noche terminamos en su cama. A partir de entonces, el intercambio erótico formó parte de nuestra amistad; sin embargo, la relación no llegó a formalizarse. En el verano de 1995, nos inscribimos en la misma facultad y fue también entonces cuando se dejaron venir algunos cambios entre nosotros.

Mi relación con Isabel Rojo se cimbró con la llegada de Diego Fernández. Con él nos hicimos amigos desde las primeras semanas de cursos en la facultad de teatro. Diego era una persona sociable. Tenía todo para seducir a los demás. Era apuesto y poseía una claridad de ideas que en ocasiones llegaba a abrumarme, a hacerme sentir inferior. Era el típico muchacho listo que tiene infinidad de amigos y una vida social acelerada. A él, a Isabel y a mí nos unía el deseo de sobresalir, de algún día llegar a ser grandes escritores.

Desde la primera cita con Diego, la Isabel que yo conocí cuando era casi una niña se perdió paulatinamente: se convirtió en ese ser que llegó a fascinar a Pedro Marcial la madrugada en que se conocieron, en 1995. Para ese entonces, Pedro Marcial estaba muy cerca de los cincuenta. Yo tenía diez y nueve. Isabel y Diego, diez y ocho. La noche de mi reencuentro con Pedro Marcial me di cuenta de que para él ya había quedado olvidado el viejo altercado de la secundaria. Terminé por convencerme de que mi madre tenía razón: a los quince años no se puede hablar de amor.

En esa época, los cambios que se dejaron venir en la personalidad de Isabel tuvieron que ver, en su mayoría, con Pedro Marcial. Y es que desde esa noche en que acompañamos a Diego, empezamos a asistir con frecuencia a las fiestas que se organizaban en su mansión. Para Isabel las fiestas se volvieron una necesidad vital y poderosa. Con mucha frecuencia, después de las clases en la universidad, pasábamos a casa de Marcial, en donde se congregaban drogadictos y alcohólicos que llegarían, y otros que no, a ser artistas importantes. Ahí también se reunían políticos y gente que movía el arte o gustaba de acostarse con artistas. Fueron estos los que mayormente ayudaron a que la muchachita tímida que yo conocía se convirtiera en la Isabel Rojo pachanguera, refinada y oportunista en la que se convirtió. Y fue también gracias a sus amistades que ella y yo pudimos ver publicados nuestro primer libro, y Diego, por su parte, pudo dar sus primeros pasos en el periodismo.

Con el paso del tiempo, Pedro Marcial y yo nos hicimos amigos nuevamente; sin embargo, aunque yo lo busqué, entre él y yo nunca volvió a haber nada. Pero no fue así con Diego e Isabel. Durante el periodo de la universidad, más de un par de veces terminaron en la cama de Pedro Marcial. En cuanto a mí, conocí a diferentes artistas y nuevas tendencias del arte. Fue así como conocí a Johan, un arquitecto que estaba pensando en venir a retirarse a México, y con quien, apenas terminé la universidad, a inicios del dos mil, me mudé a Cuernavaca.

No quiero que se piense que yo me dediqué a ser un santo. No. Sólo que estaba más atraído que ellos por la idea de un amor desenfrenado, que muy difícilmente podía subsistir en ese ambiente al margen de lo tradicional. Ahí se vivía para morirse de una sobredosis, de alcoholismo o de sida. Y por eso, al terminar la universidad, decidí cambiar de mundo. Me fui de San Rafael. Quería, sobre todo, escapar del espejismo vulgar con el que se me aparecía una felicidad de la que no era dueño. No quería convertirme en otro viejo solitario como ese en el que, poco a poco, se había convertido Pedro Marcial.

Un par de meses después de instalarme en Cuernavaca, a inicios del dos mil, conseguí trabajo como profesor de literatura mexicana. Mis padres murieron ese mismo año en un accidente automovilístico. Después de su muerte, visité unas cuantas veces San Rafael. Mi hermano iba a Cuernavaca a verme con frecuencia. Se casó. Tuvo hijos. Yo, por mi parte, seguía decidido en convertirme en escritor; sin embargo, mi propósito se fue aplazando. Y varios años después de mi arribo, apenas había publicado una compilación de cuentos. Mandé a diversas editoriales el borrador de una novela sobre mis tardes con Pedro Marcial; pero no obtuve respuesta. Terminé muy pronto por resignarme al fracaso. La guardé en el cuarto de las cosas viejas. A partir de entonces, aunque no estaba contento con mi vida, flotaba en una cápsula acojinada de placidez y comodidad que amortiguaba los impactos de la realidad.

Pronto me olvidé de mis deseos de ser escritor y me concentré en mi carrera en la academia. A mis treinta y cinco, doce años después de abandonar San Rafael, recordé mis primeros meses aquí y me di cuenta de que, a partir de entonces, mi vida se dividió en dos. Desde ese enero del dos mil fue como si al mismo tiempo fuera dos personas: la que estaba en Cuernavaca y la que se había quedado en San Rafael. Debo reconocer que no me di cuenta del momento exacto en el que perdí todo interés por escribir. De lo que siempre he estado consciente es de que, de alguna forma, traicioné mis ideales y metas, y eso me hace sentir que fracasé.

Al cumplir los treinta y cinco me di un encontronazo conmigo mismo, mis recuerdos y mis sueños frustrados, lo que hizo renacer mi interés por la escritura. Volví a consumir alcohol casi en las mismas cantidades de mis noches con Isabel Rojo y Diego Fernández, y por un par de meses no dejé de preguntarme quién era, qué hacía en Cuernavaca. Estaba seguro de que ya no quería ser profesor. Entonces pedí un año sabático y me dediqué a despilfarrar la pequeña fortuna que me había heredado Johan. Mediante este acto quería demostrarme que podía ser libre, que seguía siendo joven. Leía. Me emborrachaba. Me reprochaba. Pensaba en todo lo que pude haber escrito en esos años. Leía. Me emborrachaba. Me reprochaba. Volví a escribir.

Cuando le hice saber el estado en el que me encontraba, Isabel me visitó. Con ello, se acrecentaron mis ansias por volver a escribir. Seguimos siendo jóvenes. Deja de lloriquear y de quejarte, maricón y mejor enséñame un poquito del Cuernavaca gay. Esa noche salimos. Era como si de pronto hubiéramos vuelto a ser aquellos jovencitos que hacía más de una década, cada noche, en San Rafael, salían en busca de aventuras. Hablamos de Pedro Marcial. Según Isabel, él ya era un anciano del que todos se estaban olvidando, lo cual, según le habían contado, lo tenía deprimido. Últimamente había estado pintando mucho e, incluso, había incursionado en la escultura, aunque para ella, él nunca había sido un artista. Tiene la promoción y la fama que tiene gracias a sus relaciones y al tamaño de su verga, repetía constantemente. Estaba borracha.

—Pedro Marcial es un anciano que trata de recuperar a cada rato su juventud desperdiciada. Sigue organizando fiestas que terminan en orgías, fiestas en las que cada vez hay menos gente. Es un viejito cada vez más patético que un día terminarán por chingar los narcos que empiezan a meter droga en las calles de San Rafael, y contra quienes Marcial ha escrito notas, exponiéndolos, denunciándolos. ¿Eres su amigo en el Facebook? ¿Verdad que se lo van a chingar por pendejo, por andar metiéndose en cosas que no debe? Pero qué se puede hacer. No se le va a pedir mesura a alguien que ha pasado su vida metido en el escándalo.

Ahí estábamos nuevamente, hablando de Pedro Marcial, y muy de vez en cuando de mi vida en Cuernavaca, de la suya en Estados Unidos o de su esposo, un libanés que la llamaba al celular cada veinte minutos. Seguíamos atrapados en el pasado; esquivábamos nuestros verdaderos problemas, como hacíamos más de una década atrás.

Unos minutos después de las dos de la mañana me dio un beso en la boca. Seguía teniendo esa forma particular de besar; haciendo esa cosa extraña con sus labios, como envolviendo los míos, como succionándolos suavemente. Creo que he tomado demasiado. Dijo a manera de disculpa. Le respondí cualquier cosa. Me hice consciente de que, a diferencia del pasado, los besos entre ella y yo, ya no seguían siendo naderías; ya no eran un asunto que olvidaríamos al día siguiente. Me preocupé de una manera extraña. Tomé la decisión de no dejarla acercarse a mí. No estaba dispuesto a sufrir por segunda vez su pérdida.

Durante su visita, no volvimos a los bares gays ni a la gran cantidad de lugares que frecuentan los turistas. Preferíamos otros de poca categoría donde la atmósfera, según sus palabras, era más simpática, más mexicana. El último día, ella salió a desayunar con una amiga a La Alondra, y después, según me enteré más tarde, se fueron a visitar museos. Yo decidí esperar en casa. Por la tarde, para cenar, escogimos un lugarcito agradable en una calle tranquila. Esa noche, cuando fui a despedirla al aeropuerto, llevaba unos jeans azules y una blusa negra que se le ajustaban divinamente al cuerpo. Como cuando éramos adolescentes, usaba apenas un poco de lápiz labial.

Seguía siendo una mujer delgada, muy alta. A pesar de sus treinta y cuatro, poseía aún la lozanía de la adolescencia y cierto grado de pureza en los ojos característico de la juventud. Nos fundimos en un abrazo. Y fue como si nos entregáramos a un baile ancestral que habíamos perfeccionado en otra vida. "Llámame", dijo, mientras tomaba una de mis manos entre las suyas. La apretó suavemente. La miré. Me pareció que contemplaba a un ser inmortal, cuyas razones de vida fueran superiores a la vida misma. Nadie que la viera, por ningún motivo, podía imaginarse que esa señora de ojos verdes, alta, hermosa, elegante, nació en un pueblito paupérrimo. Cuando la vi perderse en uno de los pasillos, sentí renacer esa admiración y ese amor que le tuve desde la secundaria. A partir de su visita, vía Facebook, estuvimos en contacto con mucha regularidad. Verla me dejó más tranquilo. Retomé viejos manuscritos y me entregué a revisarlos.

Dos meses después de la visita de Isabel Rojo recibí la llamada de Jorge, mi hermano. Quería saber si aún estaba interesado en vender la casa que me habían heredado mis padres tras su muerte. No supe que contestar. A pesar de que desde el dos mil me aparecía con poca frecuencia por San Rafael, nunca había pensado seriamente en deshacerme de la casa y todo lo que en ella había de mí, incluidos mis recuerdos de infancia y adolescencia. Me excusé diciendo que por el momento no sabía; que me diera unos días para pensarlo; que en cuanto tuviera tiempo iría a San Rafael y decidiría qué hacer. No insistió. Después de unos minutos de contarme sobre mis sobrinos y su esposa, me dijo que estaría en contacto y colgó. Ese mismo día me llamó Isabel.

—Para contarte que me acabo de enterar de que Pedro Marcial está desaparecido. Sí, desde ya hace varios días. Pero no es por eso por lo que te llamo, sino para contarte el notición que me acaban de dar: mi novela Temporada de alacranes ganó el primer lugar en el concurso organizado por el estado de Guerrero. Gracias. Gracias. Pero aquí viene algo aún mejor: adivina dónde va a ser la premiación. Sí, en San Rafael. Y voy a aprovechar para tomarme vacaciones. ¿Tú que haces? ¿Sigues de sabático? ¿Por qué no nos vemos en San Rafael? Te va a caer bien para que dejes de pensar en tarugadas. Además, otra cosa, espera, después de esto no me vas a poder decir que no: le llamé a Diego y aceptó ir, por lo menos, una semana.

Al colgar se me nubló la vista. Un descanso en San Rafael me caerá bien, me dije. Un reencuentro con los escenarios de mi pasado me ayudará a hacer vibrar mis emociones. A mis treinta y cinco aún puedo escribir ese libro que he venido postergando. Volver me ayudará a descansar de este arrinconamiento en el que me he ido metiendo.

¿Por qué me he decidido a hablar de esta etapa de mi vida en Cuernavaca, sin detenerme a mencionar mayores detalles, como si este periodo no valiera la pena? Respondo sin vergüenza: porque estos pocos más de diez años han sido los más vacíos de mi vida; no hubo en ellos ningún episodio trascendente del cual me enorgullezca. Durante estos años no encuentro, sino minucias de algunos meses felices. Nada que merezca ser contado aquí. Por eso acepté gustoso la invitación que Isabel me hizo. Con su propuesta volvería a mi origen. Y eso se me presentaba como una oportunidad para comenzar de nuevo. Después de colgarle busqué entre mis viejos discos. Desempolvé Kissing to be clever. Le di play. Le subí el volumen. Y mientras sobaba White boy, me puse a empacar para las que, me imaginé, serían unas largas vacaciones.


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